
El
respeto por la naturaleza es, en primer lugar, una cuestión de sentido común.
Es evidente que estamos destruyendo la naturaleza, es decir, el sostén de
nuestras vidas. En un plazo de pocas décadas estará en juego la vida de
millones de especies, incluida la nuestra. Por consiguiente, respetar la
naturaleza es una cuestión de supervivencia.
El
mundo contemporáneo tiene muchos medios para abstraerse de la realidad
inmediata (la televisión, el fútbol, etc.). de la lectura de los titulares de
los periódicos podríamos deducir que la crisis ecológica no es una cuestión
urgente, por más que los accidentes de petroleros o de centrales nucleares
aparezcan de vez en cuando en la prensa. No obstante, ocasionalmente los medios
de comunicación citan informes, estudios o declaraciones que reconocen la
gravedad de la situación.
No
solemos darnos cuenta de la mayoría de la agresiones que hacemos en la
naturaleza. Vivimos en una sociedad cuyos pilares son la producción y el
consumo ilimitados. Tendemos a pensar que más consumo significa más felicidad;
es evidente que por debajo de cierto nivel de pobreza es prácticamente
imposible tener una vida digna, pero una vez satisfechas nuestras necesidades
básicas, el aumento del consumo no tiene que nada que ver con el bienestar o la
felicidad. Ahora bien, el mundo contemporáneo tiene una especie de adición al
consumo: siempre queremos más cosas, más novedades. Quien paga esto es, por una
parte, la naturaleza y por otra, los países del sur, países cuya pobreza es la
base de nuestra riqueza. Además este modelo no es generalizable, porque, por
ejemplo, si toda la humanidad tuviera la media de automóviles europea la
atmósfera se destruiría.


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