La
belleza de la naturaleza es un tema recurrente en la vida moderna y en el arte:
los libros que la ensalzan llenan grandes estanterías de bibliotecas y
librerías. Esa cara de la naturaleza, que el arte (fotografía, pintura,
poesía...) tanto ha retratado y elogiado revela la fuerza con la que muchas
personas asocian naturaleza con belleza. El porqué de la existencia de esa
asociación y en qué consiste ésta constituyen el campo de estudio de la rama de
la filosofía llamada estética. Más allá de ciertas características básicas de
la naturaleza en cuya hermosura coinciden la mayoría de filósofos, las opiniones
son prácticamente infinitas.
Muchos
científicos, que estudian la naturaleza de forma más específica y organizada,
también comparten la idea de que la naturaleza es hermosa. El matemático
francés Jules Henri Poincaré (1854-1912) dijo:
El
científico no estudia la naturaleza porque es útil, sino porque le cautiva, y
le cautiva porque es bella.
Si
la naturaleza no fuera hermosa, no valdría la pena conocerla, y si no valiera
la pena conocerla, tampoco valdría la pena vivir. Por supuesto, no me refiero
aquí a la belleza que estimula los sentidos, la de las cualidades y las
apariencias; no es que la desdeñe, en absoluto, sino que ésta nada tiene que
hacer con la ciencia. Me refiero a la belleza más profunda, la que procede del
orden armonioso de las partes y que puede captar una inteligencia pura.
Una
idea clásica de la belleza del arte involucra la palabra mimesis, es decir, la
imitación de la naturaleza. En el dominio de las ideas sobre la belleza de la
naturaleza, lo perfecto evoca la simetría, la división exacta y otras fórmulas
y nociones matemáticas perfectas. Entre
la infinidad de sentencias que el gran científico Albert Einstein ha dejado
como maravilloso legado para la humanidad, me gustaría destacar la que dice
“mira profundamente en la naturaleza y entonces comprenderás todo mejor”.
Unido
a ello quisiera destacar a los poetas románticos del siglo XVIII, que cantaron
al amor y la belleza salvaje de nuestro entorno en boca y pluma de excelsos
creadores como Gustavo Adolfo Bécquer o Lord Byron.
Del
sentimiento romántico, trágico y natural surgió la idea del jardín inglés, un
lugar verde y paradisíaco en el que las líneas rectas y estructuras perfectas
dejan paso al crecimiento vegetal por obra de la madre naturaleza, sin formas
definidas más que las meramente creadas por el supuesto azar y el destino.
Sin
embargo, un jardín romántico poco cuidado es un lugar de espectacular belleza
en el que se puede comprender mejor por qué ocurre todo, observando que nada es
casualidad y todo es entendible, tal como decía Albert Einstein.
Muchos
científicos, que estudian la naturaleza de forma más específica y organizada,
también comparten la idea de que la naturaleza es hermosa. El matemático
francés Jules Henri Poincaré (1854-1912) dijo:
El
científico no estudia la naturaleza porque es útil, sino porque le cautiva, y
le cautiva porque es bella.
Si
la naturaleza no fuera hermosa, no valdría la pena conocerla, y si no valiera
la pena conocerla, tampoco valdría la pena vivir. Por supuesto, no me refiero
aquí a la belleza que estimula los sentidos, la de las cualidades y las
apariencias; no es que la desdeñe, en absoluto, sino que ésta nada tiene que
hacer con la ciencia. Me refiero a la belleza más profunda, la que procede del
orden armonioso de las partes y que puede captar una inteligencia pura.
Una
idea clásica de la belleza del arte involucra la palabra mimesis, es decir, la
imitación de la naturaleza. En el dominio de las ideas sobre la belleza de la
naturaleza, lo perfecto evoca la simetría, la división exacta y otras fórmulas
y nociones matemáticas perfectas.
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